miércoles, 22 de junio de 2011

Piedra Illora: historia y arqueología de la primera población de Cantoria


Cuesta a la imaginación creer, una vez alcanzada la cima, y apenas rodeados de espeso matorral, montículos de piedra que pretenden ser murallas y de alguna que otra cabra montesa como único testimonio de vida, que aquello pudiera ser, mucho tiempo atrás, hogar y refugio de legendarias civilizaciones . Sólo desde lo alto de la Piedra se es consciente de cómo el abandono y el olvido se han cebado con este antiguo lugar. Un lugar que reclama, por sí mismo, su relevancia en la memoria histórica del pueblo de Cantoria y que aún hoy, tras muchos siglos de deterioro e indiferencia, conserva su tesoro más preciado: su Historia.
Piedra Illora es un alto peñón escarpado en la Sierra de los Filabres que se eleva algo más de cien metros desde su base, por la cual discurre el Arroyo de Albanchez. Perteneciente al término municipal de Cantoria, se sitúa casi en el límite entre los términos de Arboleas y Albanchez, y está formado por una elevación de roca caliza que domina visualmente toda la zona, incluyendo el curso del Río Albanchez.
El acceso al Peñón es muy dificultoso por casi todas sus laderas, exceptuando su cara SE, que es en la cual se concentra el mayor número de restos de muralla. En la cima existe una explanada de planta poligonal, de unos 280 mts de perímetro exterior aproximadamente y más de 4.000 m² de superficie, donde al parecer se localizaba el núcleo urbano de la población.
Este núcleo urbano está protegido en sus caras N y O por abruptas paredes de roca natural y en su caras S y E por muros defensivos de mampostería de piedra que resguardaban las laderas más accesibles del Peñón y por lo tanto los puntos más susceptibles de sufrir posibles ataques.
Son, precisamente, este carácter inexpugnable del peñón, el dominio visual que ejerce sobre todas sus inmediaciones, además de un cómodo abastecimiento de agua (tanto del mismo Arroyo de Albanchez como de un manantial situado a los pies de la elevación) los que han hecho siempre de Piedra Illora un enclave muy frecuentado por la presencia humana desde tiempos muy remotos.
Fueron los primitivos pobladores de Cantoria quienes aprovecharon por primera vez las ventajas de este emplazamiento. Ellos fueron, muy posiblemente, los primeros “cantorianos”. Así lo atestiguan los restos de cerámica de la Edad del Bronce (alrededor de hace 4.000 años) encontrados en la zona.
Fue, quizás, la cultura del Argar, tan expandida en todo el sureste peninsular durante la Edad del Bronce, la primera que ocupó las elevaciones de Piedra Illora.
Pero es siglos más tarde, durante las ocupaciones pùnica y romana de la península, cuando parece que Piedra Illora gozó de mayor esplendor. Así lo parecen revelar los abundantes restos arqueológicos encontrados hasta la fecha en el Peñón, los cuales hacen diferenciar entre dos nuevas etapas de ocupación:
- en un primer lugar la ocupación púnica de Piedra Illora, en torno a los siglos V y IV a.C., datada a partir de los restos de cerámicas hallados (en concreto restos de ánforas púnicas) y que pudo buscar un emplazamiento cercano a los yacimientos de hierro de la zona.
- y una última etapa de ocupación, de época romana tardía y datada de los siglos IV al VII d.C., de la cual se ha podido extraer abundante cerámica sigilata (cerámica fabricada en moldes y en serie, de color rojizo o anaranjado).
A pesar de esta diferenciación de etapas, tanto durante la ocupación púnica como en la romana, el papel que jugaban este y todos los enclaves situados a lo largo del río Almanzora en aquella época era el de construir un sistema económico que abarcara todo el valle y que estaría basado en la explotación de las materias primas de la región, como el hierro, plomo, cobre o el preciado mármol de Macael.
Además de todo ello y bastante apreciables todavía podemos encontramos aún hoy con las líneas de muralla que recorren toda la parte alta del Peñón, especialmente en la que pareció ser su ladera de acceso (ladera sureste). Este ámbito presenta una doble línea amurallada formada por un trazo curvo y otro recto, de alrededor de unos 33 mts de longitud (ver Foto 1).
Es en este punto donde pareció situarse la puerta de acceso al poblado, además de los correspondientes bastiones y líneas de muralla defensivos que todavía hoy parecen seguir protegiéndola.
Esta hipótesis se refuerza si cabe aún más con la presencia, muy debilitada ya por el paso del tiempo, de la que pudo ser, siglos atrás, una calzada romana que aún hoy nos acompaña en nuestro sinuoso trayecto de ascenso a Piedra Illora.
No sucede lo mismo con tanta claridad el interior del recinto en el que sólo se puede diferenciar ya notablemente una línea de muro longitudinal que recorre toda la explanada de Este a Oeste y que la divide en dos sectores casi idénticos en superficie.
Todos estos que exponemos aquí son tan sólo algunos de los escasos datos y testimonios históricos que hasta hoy día nos ha revelado un lugar tan enigmático e impregnado de historia como lo es Piedra Illora. Sus murallas, su calzada, así como las maravillosas vistas que nos ofrece desde su cima siguen despertando la curiosidad de todo aquel que se anima a descubrirla.
Sólo la consciencia y el interés de todos nosotros hacia estos enclaves históricos podrán hacer que se preserven, ya que en ellos reside gran parte de nuestro pasado y de nuestra memoria. Una memoria ya casi olvidada que llevamos siglos ignorando, pero que aún hoy, en los rincones de Piedra Illora, estamos a tiempo de recuperar.

Bibliografía:
“Análisis del territorio durante la ocupación protohistórica y romana en la depresión de Vera y Valle del río Almanzora, Almería” de María Esther Chávez Álvarez.
“Colonizaciones, tomo II, de Historia General de Almería y su Provincia” (1982) de José Ángel Tapia Garrido.
“Qurénima. El bronce final del sureste de la Península Ibérica” de Alberto J. Lorrio.
“Protohistoria y antigüedad en el sureste peninsular”. Varios Autores.

Autores:
- Antonio Luis Molina Berbel
- Juan Francisco Molina Berbel
- Francisco Miguel Medina Cerrillo

ADOLFO LÓPEZ GIMÉNEZ. UNAS NOTAS BIOGRÁFICAS. Por Ana María López Peregrín


Adolfo López Giménez era hijo de Juan López Cuesta, también médico de Cantoria, y de Carmen Giménez Saavedra. Nació en Cantoria en 1927. Como era un gran amante de la Historia, siempre le gustaba recordar y decir que su vida había transcurrido paralela a todas las etapas históricas que vivió la España del siglo XX. Nació siendo rey Alfonso XIII. Luego, los años de su vida atravesaron la República, la Guerra Civil, el Franquismo, y, ya con la monarquía de Juan Carlos I, la Transición y la Democracia. Contaba sus recuerdos de la República y de la Guerra. Buen conocedor de la Historia de España, y hombre inteligente, no se quedaba en la superficie de los hechos, sino que a través de lecturas y reflexiones trataba de comprender y entender las razones de unos y de otros. Entender los porqués de los acontecimientos históricos.
Al poco de terminar la Guerra, comienza su vida de estudiante en Cantoria. Asistía a la Academia que formaron don José Giles, don Luis Sáez y don Andrés, el párroco. Entre sus compañeros se encontraban personas tan entrañables y de tan grato recuerdo para nuestros paisanos como Pepe Liria, Joaquín Picazos, Diego Fiñana, Juan Marín o José Cano.
A los jóvenes que lean esto les resultará inconcebible, pero creo que es interesante recordar que ellos, como todos los estudiantes de aquellas generaciones, se preparaban aquí por libre, y luego se desplazaban hasta Lorca (en un viaje que entonces duraba varias horas) donde tenían que examinarse, de forma oral, de todas las asignaturas en una sola jornada.
Tras siete años de bachiller les esperaba lo que llamaríamos una reválida, que entonces se denominaba Examen de Estado, y que era una prueba temida por todos los estudiantes por su dureza. Lo hacían en la universidad de Murcia, y consistía en una parte escrita y otra oral en la cual entraban todos los temas estudiados en los siete años anteriores, y los examinandos eran acribillados a preguntas por un terrible tribunal… Aprobar ese examen por los pelos ya era un éxito importante. Él sacó un notable.
Comenzó su carrera de Medicina en la universidad de Granada a finales de los años cuarenta. Eran tiempos difíciles para todos. Sus padres pagaban los estudios universitarios de tres hijos: dos de ellos estudiantes de Medicina, y un tercero de Farmacia. Por ello se veían en serias dificultades económicas para poder sacar adelante las tres carreras. Durante sus estudios, Adolfo residió en pensiones baratas y tuvo que hacer permanentes equilibrios para estirar su asignación.
Contaba anécdotas referentes a ello, como la siguiente: un día paseando con unos compañeros metió sus manos en los bolsillos. Llevaba una chaqueta abierta por detrás, como se estilaba entonces, con lo cual, al hacer ese movimiento, dejó al descubierto la parte trasera del pantalón. Uno de los compañeros, que iba detrás, le tocó en el hombro y hablándole en voz baja le dijo: “Adolfo, sácate las manos de los bolsillos porque se te ven los remiendos del pantalón”…
También contaba cómo tenía que luchar contra el frío de los crudos inviernos granadinos, sin calefacción. Se metía en la cama vestido y así estudiaba y preparaba los exámenes.
Terminó la carrera de Medicina sin suspender ninguna asignatura. Cuando volvía a Cantoria, al finalizar el curso, su padre lo esperaba en la estación del ferrocarril, y sólo le preguntaba: “¿Cuántas?” Se refería al número de matrículas obtenidas ese año.
Muchos cantorianos desconocen que fue el número uno de su promoción. Desgraciadamente, su padre no tuvo la satisfacción de verlo: falleció el otoño de 1952, unos meses antes de que su hijo se licenciara… Presintiendo su muerte, como estaba viudo, don Juan dejó a su hermano Ramón el dinero suficiente para que Adolfo pudiera terminar sus estudios.
En estas circunstancias hace su servicio militar. Fue destinado a Burgos. De esa etapa solía recordar los terribles fríos que allí pasó. Al terminar la mili le dieron una plaza de médico interino en Cantoria. En el pueblo había ya dos doctores trabajando. Entonces, los ingresos procedían de las igualas y toda la gente estaba ya comprometida con los médicos establecidos.
Recuerdo con qué pena recibió la noticia de boca de Paco Cerrillo, encargado de visitar a la gente del pueblo: la ridícula cifra de los que estaban dispuestos a tenerlo a él como médico. Un vez más se cumplía el refrán: “Nadie es profeta en su tierra”.
Poco después se convocaron las oposiciones para médicos de APD (Asistencia Pública Domiciliaria). Se marchó a Madrid, a casa de su hermana Carmen, y allí estudió como siempre lo había hecho y lo haría en el futuro. Una de sus frases favoritas era: “un médico tiene la obligación y el deber de estar estudiando siempre. Hasta el final de sus días”. Frase que siempre aplicó a sí mismo con entusiasmo y disciplina: hasta días antes de morir aún se metía en su despacho a leer revistas médicas o libros que trajeran las últimas novedades, los últimos avances de la medicina.
Sacó las oposiciones con el número cinco entre tres mil médicos de toda España.
Entonces comenzó su definitiva vida profesional. Volvió a Cantoria, ahora como médico propietario. La casa familiar se había deshecho con la muerte del padre y la boda de su hermana María Joaquina. Él marchó a vivir a casa de su hermano Antonio, farmacéutico, que ya estaba casado con la maestra conquense Conchita Chirveches. Vivió allí hasta poco antes de casarnos.
Cuando empezó a trabajar, aún hizo visitas en caballería a los cortijos o zonas más alejadas. Aunque esto duró poco tiempo, porque enseguida hizo su aparición el “fenómeno motocicleta”. Se compró una Derbi y, posteriormente, una Ossa, que aún son recordadas y comentadas con simpatía por sus sobrinos. Esto facilitó sus salidas a Almanzora y Partaloa, pues este último pueblo había quedado sin médico. Ello contribuyó a mejorar su situación económica.
En aquellos tiempos no había servicios de Urgencias. De manera que estaba de guardia las 24 horas del día. Se ponía de acuerdo con el médico que ocupaba la otra plaza para turnarse, y así poder librar uno de cada dos fines de semana.
El horario era durísimo, pues se puede decir literalmente que ¡no tenía horario! Raro era el día que tras recogerse de la consulta lo dejaban comer sin que alguien llamara por alguna emergencia. A veces, en casa, sonaban al mismo tiempo la puerta principal y la de la cocina. Y, en más de una ocasión, también el teléfono lo reclamaba por partida triple y simultánea.
Lo peor eran las madrugadas. En ese tiempo, pocas noches pudo dormir sin avisos. Plena noche y toc, toc, toc… ¡Don Adolfo! Toc, toc, toc… ¡Don Adolfo!... Y don Adolfo dejaba el sueño y la cama; a veces calzaba sus zapatos sin ponerse los calcetines, y salía a la noche y al viento dispuesto a curar.
Por entonces, mediados los años sesenta, llegó al pueblo un nuevo médico, don Joaquín Pareja, y se unieron para trabajar juntos. Compraron un solar en el Paseo y levantaron, con riesgo y sacrificio, la primera clínica que hubo en Cantoria. La clínica les permitió más medios de diagnóstico, rayos X, electrocardiógrafo, amplia sala de curas… Incluso, habitaciones con camas para ingresos.
Hombre de gran vocación, enamorado de su profesión, tuvo a lo largo de su vida muchas satisfacciones personales y profesionales. Se sentía muy satisfecho de que nunca envió un enfermo a un especialista que disintiera de su diagnóstico como médico de cabecera.
También fueron numerosas las anécdotas. Alguna vez apuntó la idea de irlas recogiendo para reflejarlas en su jubilación en un libro de memorias. Pero la jubilación total nunca llegó, pues siguió manteniendo su consulta particular donde, además de a antiguos pacientes, atendía a los afiliados de las compañías de seguros de Muface. Por esta razón no se encontró en ningún momento inactivo sino que continuó estudiando para seguir ofreciendo a sus pacientes la medicina de calidad que siempre ejerció.
Una de ellas fue la siguiente: un día vinieron a llamarlo a altas horas unas personas muy asustadas porque, allá en las cuevas, a una chica le había salido, de pronto, un gran bulto entre las piernas. Subieron hasta allí, y, a la luz de un candil, pudo ver a una muchacha de unos quince o dieciséis años tumbada en la cama con las bragas puestas. Efectivamente, a través de ellas se percibía un notable abultamiento. La sorpresa del médico fue importante. Sin saber muy bien qué podría ser aquello, sacó una navaja, que le acompañaba en sus cacerías y paseos campestres, y que siempre solía llevar en el bolsillo, y rasgó el lateral de las bragas que vestía la chiquilla. ¡Cuál no sería su asombro al encontrarse, entre las piernas de la muchacha, a una criatura enroscada en posición fetal que asomaba ya casi toda la cabeza, y que a él, al pronto, le recordó a las anchoas que venían antes dentro de las aceitunas rellenas! Una vez fuera del todo la criatura y amarrado el cordón umbilical con un trozo de cuerda que había por allí, preguntó si es que no sabían que la joven estaba embarazada. ¡Nadie sabía nada!... Cuando hubo terminado su trabajo, volvió a la casa con el tiempo justo de asearse y marchar a la consulta, pero sonriendo interiormente por la forma tan peculiar que Dios le había deparado de poder ayudar a venir al mundo a una nueva criatura.
En otra ocasión, llamado de forma particular, tuvo que desplazarse a una de las cortijadas más alejadas de Cantoria. Después de atender al enfermo y hacer las curas, la mujer le preguntó qué le debía. Él le dijo la cantidad (que era la que estipulaba el colegio médico en esos casos). La mujer, entonces, dándole pequeños y cariñosos golpes en el hombro, le decía: “¡ande ya, don Adolfo, ande ya, qué cosas tiene usted! Él le dijo: “pues mujer, haz lo que quieras”. Y se vino sin cobrar una peseta. A los dos días apareció la mujer en la casa trayendo un par de gallinas y un pequeño saco de garbanzos. Dirigiéndose al médico le dijo: “don Adolfo le traigo esto a usted, para que vea”… De manera que el médico no cobró un duro, pero en la casa, eso sí, nos hicimos un buen caldo de gallina con garbanzos.
¿Qué podré yo decir de él que no sean todo alabanzas? Fue un hombre bueno, temeroso de Dios, enamorado de su profesión, siempre absorbido por la enorme responsabilidad de su trabajo. Y esto es lo que entiendo que de su vida como médico puede interesar a nuestros paisanos.
Por último, quiero agradecer al director de la revista la ocasión que me ofrece de poner por escrito este pequeño homenaje que brindo a quien fue mi querido esposo, Adolfo López Giménez, médico de Cantoria durante más de medio siglo.